domingo, 8 de enero de 2012

La belleza interior


        El rostro de una mujer que ha sido marcado por las numerosas tormentas de la vida puede ser hermoso. Sea cual sea su edad, tal como ocurre con las vetas de la madera, cuya belleza tiende a ser más profunda con el paso de los años, la belleza de una mujer que ha resistido las dificultades de la vida brilla con un esplendor que se destaca. Hay rostros de mujeres ancianas que irradian algo que no se vende en nuestro acarreado siglo: una belleza pacífica, serena. Esa belleza crece con el tiempo, porque el tiempo aquilata y purifica lo que nos hace grandes: la capacidad de amar que posee el ser humano. El paso silencioso y constante de los años engrandece a la mujer que ha vivido en orden al darse y no al “buscarse”. Por eso un rostro anciano puede ser atractivo. Quizás detrás de esos ojos compasivos, se esconden muchas lágrimas, detrás de esas arrugas no maquilladas se oculta mucho dolor porque el amor es donación, es buscar el bien objetivo del otro, y por eso muy a menudo, el amor duele. El amor no es un maquillaje que se quita en la noche; su huella en la persona es indeleble y no se borra con el paso del tiempo.
        Más allá de los sentimientos, de la emotividad casi de origen físico, esta la capacidad oculta en el ser humano, que nos permite elegir libremente lo difícil y doloroso, y con desinterés, solo para hacer feliz a alguien. La mujer que por vocación está llamada a educar al hombre en el arte del amor desinteresado, es verdaderamente hermosa cuando ha sido fiel a sí misma, aunque su cabello luzca blanco, o tiemblen ya sus manos. Decía Agustín de Hipona “Solo la belleza agrada”, y si no es mucha pretensión, podemos añadir “Solo la belleza interior agrada siempre”.


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